Es sorprendente que hace tres días decidí que finalmente iba a empezar a apreciar mi nombre y que hoy me asignaran un ejercicio para hablar de él.
Me llamo Beatriz, pero el Bea fue el principal aliado de mi vida. Quizá porque en mi país Beatriz se considera un nombre "de vieja". Quizá porque de niña quería encajar, y con un nombre tan aristocrático no lo lograba del todo.
Me pregunto cómo habría sido si hubiera crecido en un lugar donde Beatriz no tuviera ninguna connotación, ¿entonces me gustaría más? Eso demuestra lo influenciable que soy.
La verdad es que mi nombre tiene un significado muy positivo ("la que trae alegría"), ha sido usado en obras literarias para sus protagonistas y tiene un sonido bonito, aunque no sea simple.
A pesar de esto, no vacilé ni un segundo para convertirme en "Beatrice" durante mis estudios de italiano y, antes de eso, esconderme tras otros apodos, como Psique y Penny Lane.
A los 35 años entendí que aceptar y apreciar mi nombre es parte de valorarme por completo. Sé que me valoro, pero también sé que el camino se vuelve más claro cuando una se abraza entera.
Así que mi nombre es Beatriz.
Este texto es parte de un ejercicio de reflexión personal sobre identidad y autoaceptación.